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31 de julio de 2009

Sobre como quizás la gente no está tan loca como uno cree...


Hoy a la salida del trabajo me tomé la Línea C del Subte en Lavalle. Obviamente al ser hora pico estaba lleno, casi desborbado, y eso sin contar la manada de personas que subieron en la siguiente estación, Diagonal Norte.

Resulta que todos ibamos así, agarrados como podíamos y tambaleandonos en nuestro frágil equilibrio cuando de repente, así de la nada, en el medio del tunel, el subte frenó. Y frenó, vaya a saber uno por qué, con una marcada rapidez. El resultado fue inevitable, la inercia pudo más que nosotros y cual fichas de dómino casi todos los pasajeros de ese vagón nos caimos. Los que estaban por el medio sin nada de que agarrarse cayeron sobre los que tenían cerca, los que estabamos agarrados quedamos en una bizarra pantomima entre los que caían y los que estaban sentados, en un esquina un pibe se desplomó encima de una señora que iba en silencio, más allá alguien quedó colgado del brazo de un señor, por ahí un libro cayó al piso.

Pero si eso fue inevitable, lo que sucedió a continuación fue inesperado. El mundo reclamaba que nuestra reacción fuese la de enojo, de bronca, la reprimenda ya pautada de la señora silenciosa contra el pibe, el gesto de repudio del señor hacia el alguien colgado de su brazo, la infractuosa búsqueda del libro pisoteado por seres desconocidos. Quizás, también, el mundo nos permitía una tenue indeferencia, un entendimiento neutral, la mirada callada de la señora silenciosa al pibe, el movimiento calculado del brazo que se libera, el libro que es recuperado sin demasiada resistencia. Lo que el mundo no esperaba fue lo que sucedió, esa pequeña patada al tablero que si no lo logró mover aunque sea lo sacudió.

Nos reímos. Los pasajeros, ellos, yo, nosotros, nos reímos. La señora silenciosa quebró su mudez, una risa abrigó al pibe que en su propia risa se levantaba y pedía perdon, por allá el señor del brazo y su alguien mantenian el contacto en el sonido de su repentina carcajada, el libro aparecía entre unos pies que sonriendo se agachaban para encontrarlo. Cerca de la puerta alguien hizo un chiste sobre un zamba, más alla dos amigos se abrazaron en su callada risa, un regocijo general encontró a los que se enderezaban, a los que sin nada de que sostenerse encontraban humor en la perdida de equilibrio.

- Nos fuimos todos, eh -decía un hombre de gorra de lana a una mujer de cartera de cuero.
- Ay si, por favor -respondía la mujer tapándose la boca, riendo discretamente.

Ya enderazados observamos por las ventanillas, comprobamos la teoría de que el subte había frenado en el medio del tunel, sin aviso, con violencia, haciendo trastabillar al mundo completo. Pero el reclamo que probablemente estuviese surgiendo en algún otro vagón, la poca empatía que ellos estarían sintiendo, despegandose como si de chicles se trataran, leve asco de verse aplastado por otras personas, en el nuestro ni siquiera asomaba con aparecer. Mas aún, la quietud nos daba una oportunidad de que las miradas se crucen, de que los gestos cómplices encuentren sonrisas. Una oportunidad para reacomodarnos, sin miedo a caer nuevamente.

El subte arrancó, un amague de freno entre las estaciones San Juan y Constitución disparó la alegría callada, el amigo que le decía al otro:

- ¡Ahí vamos de nuevo!
- ¡Agarrate bien esta vez!

Y el compañerismo secreto de saber que eramos parte de algo sin nombre, algo diminuto pero a la vez explosivo, que ahí, en ese subte, en ese vagón, nos dio un momento de regocijo, de calma.

Ya en la última estación las puertas se abrieron, los pasajeros nos dispersamos y el mundo como tal nos reclamó, inundándonos otra vez con sus frases, sus prejuicios, su falta de silencio, su necesidad de agobiar.

Y aquel momento de risa en el subte, aquella extraña prueba de que la gente no está tan loca como un cree se fue esfumando lentamente, quizás sin mas evidencias que estas palabras las cuales, ahora, tres horas después, se me hacen de plástico.

Dema.

28 de julio de 2009

El desafío de ser autor y editor

[La siguiente nota fue escrita por Florencia Di Prisco y fue publicada en una revista cultural de la UCA]

Editores independientes

El desafío de ser autor y editor
Mariano De María forma parte de esa nueva cultura que se abre paso a empujones: jóvenes llenos de proyectos que se animan a publicar dentro de la llamada “edición independiente”. Con 23 años lleva editadas dos novelas en formato “libro” y múltiples cuentos subidos a Internet.

"Son formas de vivir, y no hay ni formas correctas ni formas erróneas, tan sólo hay formas", dice el abuelo de Gustavo en Frágil, una de las primeras novelas editadas hace apenas cinco meses por Mariano De María. Y el abuelo puede ser el mismo autor, el pensamiento que se escurre entre las sabias palabras y que define un poco a quien las escribió.

Mariano De María, el autor, pertenece a la nueva camada de autores que se autodefinen como independientes, con necesidad de ser leídos, de transmitir con literatura. Y con esa idea, de publicarse.

Su historia se inicia con la generación de las computadoras y los concursos que invitan a los jóvenes a acercarse a la lectura y la escritura. Primeros pasos torpes, tímidos, en un fotolog, un taller literario y un cuento seleccionado y leído en el Festival de arte joven sub-18 y la semilla empieza a germinar.

El problema era cómo, “¿Cómo vivir de eso que me da felicidad, cómo romper esquemas, como cambiar de “forma”?”. Un viaje en el 114 y una canción de No te va a gustar se aliaron para ser el puntapié inicial de un cambio de destino: “Iba de mi trabajo a la UTN. Era un viaje de casi dos horas, y como iba sentado, me quedé dormido escuchando música. Cuando me desperté, escuché una frase que me llegó como si no sólo fuera un mensaje, sino también una señal. La frase decía, el norte no va a estar arriba, va a ser todo sur. En un cuaderno empecé a escribir anotaciones aleatorias que después se transformaron en "Siempre Sur", mi primer intento de novela.”

Después de tres años de idas y venidas, de obstáculos y piedras en el camino, las dos primeras novelas estaban listas. O al menos, escritas. A partir de ese momento el autor se interiorizó con cosas que jamás se imaginó que iba a saber, como encargarse de todo el trabajo editorial (Corregir las novelas, registrarlas, diagramar las páginas, elegir tamaño, diseñar la tapa, tramitar el ISBN), elegir una imprenta que tome los archivos y los imprima, plegue las hojas, encuaderne los pliegos y transforme los sueños en algo real, palpable, medible.

El trabajo final impresiona. La calidad de los libros (link) es la misma que cualquier libro publicado por una editorial grande.

Una vez terminado el proceso y con los mil libros en la mano (las tiradas suelen ser de quinientos libros) el problema era cómo hacer para que esos libros encuentren un dueño. Así surgió la idea de La Compañía Ambulante de Difusión del Libro, una especie de organización en la que se encuentra el autor que se moviliza con una mesa y un mantel naranja en distintos puntos de la Capital Federal intentando conseguir el objetivo primario: unir libro con lector.

Según De María la experiencia es enriquecedora y la gente se suma a la idea, compra libros, participa y se entusiasma. Además de “la mesa naranja”, el autor promociona sus libros en librerías, subtes, plazas, eventos, ferias y en cualquier lugar donde exista un potencial lector.

De esta manera, llegaron a los 300 ejemplares vendidos en dos meses. Un número más que satisfactorio para la edición independiente que cuenta únicamente con el esfuerzo del autor por llegar a las masas. Un número que engloba esfuerzo mezclado con utopia y mucha suela gastada.